En el año 1933 Hitler alcanzó, con apoyo popular, el poder y pocos meses después se inauguró el primer campo de concentración en las afueras de Múnich: Dachau. Para el año 1935 los judíos perdieron su condición de ciudadanos plenos, se les obligó a desprenderse de sus bienes y a renunciar a sus trabajos. La “noche de los cristales” en 1938 fue un vaticinio literal de que las cosas sólo podían empeorar.
Un frondoso cuerpo de leyes civiles y penales (las leyes de Nuremberg) dio respaldo institucional a las maniobras de hostigamiento. En su texto “Historia de la solución final” (2012) Daniel Rafecas explica que los primeros meses de 1939 fueron el período durante el cual el mundo pudo haber salvado a cientos de miles de refugiados judíos, pero por distintas razones de especulación política eso no ocurrió. Una de las historias fue la del buque transatlántico “St. Louis” de la compañía alemana Hamburg – Amerika Line (HAPAG), un buque que conectaba las ciudades de Hamburgo y Nueva York. El que sería uno de los últimos barcos con refugiados con permiso de abandonar Alemania, el 13 de mayo emprendió su viaje a La Habana con 937 pasajeros, que debieron obtener (y comprar) permisos especiales, visas y pasajes, en muchos casos con el último centavo. Casi la mitad de los refugiados eran mujeres y niños. El buque, utilizado normalmente como crucero de lujo, de 135 metros de longitud, cinco cubiertas, cine, piscina y salones de fiesta, albergó cuatrocientos pasajeros en primera y más de quinientos en clase turista.
En popa ondeaba la esvástica y gran parte de la tripulación alemana, 231 oficiales, simpatizaba o pertenecía al partido nazi. Fotógrafos al pie de las escalinatas, en la plataforma 76, retrataban a los exhaustos y desesperados pasajeros, muchos de los cuales venían de campos de concentración, para presentarlos en las gacetillas de prensa del régimen como “salvajes infrahumanos” e “indignos”, “que escapaban como ratas”. Para darle mayor surrealismo a la escena, una banda de músicos tocaba piezas para despedir a los viajantes. Desde la misma salida del puerto la agencia nacional de noticias nazi propagó informes falsos sobre el viaje. Periódicos y emisoras de radio de toda Alemania publicaron artículos en los que se acusaba a los pasajeros del “St. Louis” de huir con grandes cantidades de dinero robado y otros bienes. Algunos acontecimientos volvieron aún más tenso y extremo el viaje a Cuba. Dos cruceros, El Flande, con 104 refugiados y El Orduña, con 154 emigrantes, emprendieron la misma ruta. Por esos días, la Habana parecía uno de los pocos puertos de occidente que aceptaría recibir a los refugiados. Como señalan Gordon Thomas y Morgan Witts en su novela histórica “El viaje de los malditos” (1974), que dio lugar a la película con el mismo título, protagonizada por Orson Welles y Faye Dunaway; entre los tres barcos comenzó una explícita carrera por ver quién podía arribar primero y así salvar a sus pasajeros. Retornar a Alemania era sinónimo de Gestapo, campo de concentración y muerte. Una interna del gobierno cubano generó una contradicción que desconcertó a todos; mientras que el Director de Inmigraciones, Manuel Benítez, había vendido visas de ingreso a todos los pasajeros a cambio de grandes sumas de dinero, el Presidente del gobierno cubano, Federico Bru, el 5 de mayo emitió el decreto 937 (su nominación se debía a la cantidad de pasajeros del “St. Louis”) donde impedía el desembarco de los pasajeros al puerto de Cuba. Tanto el capitán del barco, Gustav Schroeder, como los pasajeros no supieron de este decreto hasta estar cerca de la isla. El día de la llegada, el 27 de mayo, se confirmó finalmente el peor de los escenarios, el decreto 937 presidencial estaba vigente y debía ser cumplido.
El barco debió anclar a distancia del puerto y a las pocas horas no sólo no pudieron descender los pasajeros, sino que decenas de lanchas de policía custodiaron la embarcación para que nadie desembarcara ilegalmente. El “St. Louis”, un barco de lujo que navegaba hacia una presunta libertad, a pocos metros de suelo cubano, se transformó en una suerte de campo de concentración flotante. Gradualmente se acercaron otros pequeños botes con familiares que ya residían en la isla, que gritaban hacia el barco para intentar hacer contacto con sus allegados. La desesperación fue tal que por esas horas se produjeron suicidios y numerosos intentos. Algunas personas saltaron por la borda del transatlántico, otras mordieron ampollas de cianuro. La situación cobró una gravedad tal, que el capitán del barco decidió armar una “patrulla anti suicidio” con marineros y algunos pasajeros voluntarios. Hombres y mujeres lloraban en la cubierta. Se esbozaron algunos planes de escape. El gigante crucero era al mismo tiempo una atracción turística para miles de curiosos y un símbolo de la desesperación para los pasajeros atrapados. La prensa mundial se hizo eco de la extrema situación y a los pocos días reporteros de todo el mundo daban cuenta de la situación y formaban parte del enjambre de personas que rodeaban el barco. Por esas horas un comité de pasajeros que se organizó frente a la crisis, enviaba telegramas, sin respuesta, implorando ayuda a personalidades destacadas de los Estados Unidos, Canadá y Cuba.
Luego de negociaciones obscenas e interminables sobre el valor económico que tenía cada pasajero, y sin llegar a un acuerdo comercial, el Presidente Bru ordenó que el barco “St. Louis” abandonara las aguas territoriales. Así es que el 2 de junio se volvieron a encender las máquinas y el barco se alejó de Cuba definitivamente. El capitán intentó acercarse a la costa estadounidense pero su pedido obtuvo una respuesta negativa. Lo mismo sucedió con Canadá.
Siete países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Panamá, Paraguay y Uruguay) también rechazaron recibir a los refugiados. El derrotero trágico de esta embarcación y sus pasajeros fue tapa de los principales diarios del mundo y durante el retorno a Alemania (puerto de Hamburgo), algunas negociaciones de último minuto permitieron que Bélgica, Holanda, Francia y Gran Bretaña aceptaran un cupo de inmigrantes. Por el devenir de la guerra que comenzaría algunas semanas después, sólo aquellos que se refugiaron en Inglaterra corrieron mejor suerte. Al final de la guerra, sobre un numero de 737 pasajeros, sólo sobrevivieron doscientos cuarenta, el resto fue víctima de lo conocido como “la solución final” en los campos de concentración. Si bien en los últimos años Canadá (2011) y Estados Unidos (2012) se disculparon públicamente por los sucesos del “St. Louis” y novelistas cubanos como Leonardo Padura, “Herejes” (2013) y Lucas Correa “La niña alemana” (2016) han dado cuenta de este drama, aún representa un episodio histórico desconocido por la mayoría. Los sucesos del “St. Louis” ilustran a la perfección la complicidad e inacción de muchos estados frente al genocidio, y como tal actitud colaboró y contribuyó al engranaje de la maquinaria de muerte.