Fosas con esqueletos amontonados en todas las posiciones físicas posibles. Fosas comunes. Fue para mí una mezcla de impacto y extrañeza. Un recuerdo recobro color e intensidad. Y también pena. Año 1978, mañana de sábado en la calle Cabildo, veinte o quizás más hombres encapuchados y armados pertenecientes a un “grupo de tareas” en la cocina de mi casa. Mi edad era de 3 años. Olor a milanesas de sábado. Mi madre de compras, mi padre atendiendo un grupo terapéutico. Un aviso de alerta fugaz y oportuno del secretario de mi padre. Una huida, créanme, cinematográfica. Una casa destrozada, saqueada y humillada. Un exilio de 4 años y una familia desmembrada. Algo dentro de mí, al ver esa fosa, se puso en marcha. No tenía que ver solo con la fosa. Algo se despertó y este sería el comienzo de un viaje difícil de olvidar.
Pocos días después, le pregunte a un psiquiatra amigo que era cordobés sobre San Vicente, en qué parte de Córdoba quedaba y qué estaba pasando allí. Él me puso en contacto con una psicóloga, la Lic. Molas y Molas, quien conoce en profundidad la historia del barrio y la fosa de San Vicente. En los últimos años, esta profesional ha estudiado la relación entre los espacios físicos y la dictadura militar. Un barrio marginal en las afueras de Córdoba, repleto de cementerios, una cárcel transformada en escuela y una fosa común han sido los lugares elegidos. La misma fosa de las fotos que darían inicio a una experiencia difícil de olvidar.
Viajé a Córdoba con la idea de conocer el barrio de San Vicente y su cementerio. La Lic. Molas y Molas se propuso, antes de llevarnos al cementerio, oficiar de guía para conocer el viejo centro de detención clandestino (CDC) “Campo de la Ribera”, ubicado a pocas cuadras del cementerio y última sede de muchos de los enterrados en la fosa de San Vicente. Este CDC era el segundo en importancia en Córdoba luego de “La Perla”, por allí pasaron cerca de 5000 personas y funcionó entre 1976 y 1979, para luego quedar abandonado en el año 1983 (7, 4). A partir del año 1990 se convirtió, luego de remodelaciones parciales que tuvieron como objetivo disimular la antigua cárcel, en un establecimiento educativo (12). Al momento de mi visita, en el año 2004, “Campo de la Ribera” era un colegio secundario.
En la entrada nos recibe un mástil donde puede leerse la inscripción: “Prisión Militar de Encausados de Córdoba”. El mástil está vacío. Poco movimiento, son cerca de las 4 de la tarde. Un profesor de historia (en ese momento recuerdo que me pareció gracioso esa coincidencia) se suma a la recorrida. Nos muestra la preceptoría: café, galletitas, colillas de cigarrillos, leche en polvo, diarios. Gustavo, el profesor, mira fijo una mesa y dice: “acá estaba la camilla, esta era la sala de tortura”. Silencio. Él sigue caminando. Señala el detalle de las puertas que se cierran desde afuera (como en las prisiones). La segunda parada son unos piletones ordinarios de cemento. Dos estudiantes fuman cigarrillos y nos miran de reojo. — Ahí se hacía el “submarino”- y a continuación describe con precisión como se asfixiaba a los detenidos sumergiendo sus cabezas en el agua.
Seguimos caminando hasta llegar al patio. Parque de tierra que supo ser sede de rituales arcaicos de sufrimiento y tortura como el juego del “gallito ciego” o el educación” (6) indaga sobre la relación entre los espacios físicos y la dictadura.
Hoy los muros que rodean la escuela se siguen pareciendo más a una cárcel que a una escuela. Los muros de los que hablo aún están perforados por impactos de bala provenientes de pelotones de fusilamiento. En lo alto de ambas esquinas del edificio, todavía se encuentran garitas de control típicas del presidio. La siguiente parada es el baño de mujeres. Hasta la última remodelación del año 2000, bastaba con espiar por encima de una pared y poder así ver tres pequeñas habitaciones abandonadas y clausuradas que no eran otra cosa que los calabozos. Si bien este lugar era de restringido acceso, todos lo conocían. Tan sólo estaba un poco escondido. Disimulado. Luego, la escuela experimentó cambios edilicios que culminaron con la demolición y sellado de estas áreas. Sólo queda como evidencia de aquellos espacios dedicados a la tortura unas fotos que Molas y Molas tomo poco antes de la remodelación y que, con el tiempo y los devenires de este país, han cobrado el carácter de documento histórico.
Nada parece controlar los mitos que circulan alrededor de esta escuela-prisión. Lo siniestro retorna de muchas maneras. De los alumnos surgen relatos significativos, relatan en clase haber encontrado “una horca”, “balas”, “manchas de sangre… Se dice que hay “gente” que anda por los techos. Todos los recovecos del lugar despiertan relatos de terror y fantasías. El piso suena hueco, hay ladrillos falsos. Se dice que un lobisón que roba niños transita por las noches. Los vecinos salen con armas, disparan, se producen grupos de búsqueda. Algunos docentes proponen hacer una macumba. Algunos alumnos oyen gritos, susurros a través de las paredes, ven figuras, sombras en el bosque que rodea la escuela. Otros han visto fantasmas que no serían otros que aquellos hombres y mujeres transportados en plena noche para ser depositado frente a la mirada de muchos vecinos.
Molas y Molas advierte toda una serie de temores en los alumnos, profesores y padres: temores de robo, de violencia, donde la fantasía se mezcla con la realidad. Los alumnos creen “que un militar va a saltar la tapia para meterse en la escuela”, o que van a ser “picados” por víboras o alacranes en el parque. Con esta lectura propone que, mediante estas expresiones, el pasado se hace presente. Construye una hipótesis señalando que hay algo no dicho que vuelve como miedo, como temor, una y otra vez en esta convivencia singular de una cárcel y una escuela. El tiempo equilibró algunas cuestiones. En el año 2009, por iniciativa de organizaciones vecinales y por el rol del Archivo y la Comisión Provincial por la Memoria, se trasladó el colegio a un nuevo edificio. Un año después, el 24 de marzo del 2010, el ex centro clandestino de detención devenido en escuela, se transformó finalmente en un Espacio de la Memoria (17).
Luego de este recorrido, vuelvo al año 2004. Nos dirigimos al cementerio. Curiosamente la visita al mismo y a la fosa se pareció más a un trámite. Frente a la fosa, en silencio, estaba satisfecho de estar ahí, porque en definitiva ahí había comenzado todo. Sin embargo, todavía estaba impactado por la visita a la escuela realizada algunos minutos antes. La parcela de tierra lindera al crematorio estaba cubierta por un plástico negro. No había nada para ver. Ese era un sitio de trabajo técnico, de trabajo forense, ajeno a las emociones febriles que nos poseían. Estábamos en el medio de un cementerio gigante y nos fuimos, no sin pensar en aquellos camiones que irrumpían en el silencio y la noche para descargar cadáveres de a cientos frente a las miradas de curiosos, de cómplices y de gente horrorizada.
Operación San Vicente
Un gran problema del gobierno militar que gobernó nuestro país durante la última dictadura fue qué hacer con los cuerpos de sus víctimas. Muchos fueron arrojados al océano atlántico o a la profundidad de coquetos lagos de veraneo. Otros fueron quemados o colocados en barriles con cemento, otros enterrados en fosas comunes. Uno de estos lugares, quizá el más importante, es el cementerio de San Vicente, en las afueras de Córdoba. A principios de 1976, una disposición del gobierno militar dictaminó que los cuerpos de los supuestos “subversivos”, que se estaban amontonando en la morgue del Hospital San Roque de la ciudad de Córdoba, fueran trasladados al cementerio de San Vicente. La noche del 27 de abril, alrededor de las 21hs llegaron dos ambulancias que descargaron 40 cadáveres en una fosa común realizada por operarios municipales del cementerio, situada al lado del crematorio (3). Las inhumaciones se realizaron en horario nocturno, en una fosa común, sin ataúd y sin figurar en los libros del cementerio (16).
Poco tiempo después, durante dos noches del mes de julio de 1976, los cadáveres de 140 personas, entre ellos cinco niños, fueron transportados en camiones del ejército argentino desde la morgue del hospital militar hasta el cementerio antes mencionado.
Los cuerpos, esta vez identificados por un número escrito en sus pies, fueron enterrados como N.N. en fosas comunes. 60 cuerpos fueron depositados en este primer viaje y otros 80 en el segundo (18).
Estos cuerpos “desaparecerían”.
Los detalles de un morguero
La existencia de la fosa común de San Vicente se produjo a través de un episodio particularmente bizarro. Un grupo de empleados de la Morgue judicial, cansados de reclamar un sobresueldo por tareas insalubres y de no ser escuchados por las autoridades locales, enviaron una carta al General Videla, en aquel entonces a cargo de la Presidencia en el gobierno militar. En la carta, los morgueros daban cuenta de toda una serie de “barbaridades” que debieron cometer en 1976 así como de los episodios en los cuales trasladaron decenas de cuerpos al cementerio de San Vicente en plena madrugada (8). El 30 de Junio de 1980, en una petición administrativa del personal de la morgue judicial de la ciudad de Córdoba dirigida a la Presidencia de la Nación se puede leer:
“Es imposible describir una imagen real de lo que nos tocó vivir al abrir las puertas de las salas donde se encontraban los cadáveres, dado que algunos llevaban más de 30 días de permanecer en depósito sin ningún tipo de refrigeración, una nube de moscas y el piso cubierto por una capa de aproximadamente diez centímetros de gusanos y larvas […]
A pesar de todo esto no tuvimos ningún tipo de reparos en realizar la tarea ordenada; es de hacer notar que la mayoría de estos cadáveres eran delincuentes subversivos.
Morgueros y ayudantes técnicos de autopsia nos dirigimos al cementerio de San Vicente en la caja del camión junto a los cadáveres y custodiados por dos móviles de la policía de la provincia. Es inenarrable el espectáculo que presentaba el cementerio. Los móviles de la policía alumbraban la fosa común donde fueron depositados los cadáveres identificados por números, teniendo como punto de referencia los pilares de la pared cercana, detrás de la cual los vecinos al cementerio observaban la macabra tarea realizada”.
Este impactante testimonio dirigido por uno de los morgueros al entonces presidente de facto Jorge Rafael Videla tenía como fin revelar las condiciones de insalubridad con la que estos “trabajadores” de la morgue cordobesa desempeñaban sus funciones. En 1984, la CONADEP tomó noticia de la existencia de esta carta e instaló la convicción de la existencia de fosas comunes en San Vicente.
Donde caen, esa es su tumba
A veces no basta con hacer algo, es necesario estar convencido de hacerlo. Un beso, una indicación médica, el parlamento de un actor resultan poco efectivos si uno no esta convencido. Durante los inicios de la democracia, varios jueces federales ordenaron realizar exhumaciones en cementerios donde se sabía que había personas desaparecidas enterradas. En abril del 2003 se descubrió en el cementerio de San Vicente la existencia de la fosa común más grande de la Argentina (3). Todos estos años los cuerpos estuvieron allí. Muchas personas sabían de su existencia. De hecho los primeros intentos de excavación datan del año 1984 y terminaron en un rotundo fracaso. Se usaron allí con torpeza inaudita palas mecánicas y, en un hecho tragicómico participaron muchos de los mismos empleados municipales que años atrás habían construido las fosas (4). No se tomaron los mínimos recaudos para la recuperación de los restos y para darles un tratamiento científico a las evidencias. En aquella oportunidad el aire estaba enrarecido por el aliento de los cómplices. El miedo y el silencio embargaban a la mayoría de los restantes. Todo fue una suerte de parodia. Faltaba convicción. Este primer desacierto generó que la CONADEP solicitara asesoramiento a un equipo de antropólogos forenses norteamericanos. Con la visita del Dr. Clyde Snow a la Argentina, ese mismo año 1984 se crearía el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), organización científica no gubernamental y sin fines de lucro que aplica las ciencias forenses, principalmente la antropología y la arqueología forenses a las investigaciones de violaciones a los derechos humanos. El EAAF ha identificado a lo largo de su trayectoria más de 250 desapariciones en la Argentina y más de 800 en otros 31 países (15). Así, la antropología forense se constituye, en muchos de estos casos, como la última esperanza de encontrar a las víctimas, devolverles el nombre a los muertos y la tranquilidad a las familias que han soportado más de dos décadas un duelo imposible de tramitar.
El EAAF comenzó las excavaciones en febrero del año 2003 y en abril del mismo año se
produjo en el cementerio de San Vicente, más precisamente en el denominado Sector C, ciudad de Córdoba, el descubrimiento de una fosa común que los expertos forenses calificaron como la más grande de las halladas en el país.
La orden de exhumación fue impartida por la Jueza Federal Cristina Garzón de Lascano, en el marco de la causa judicial “Averiguación de Enterramientos Clandestinos de Personas”. Dicha jueza ordenó al EAAF proceder a la exhumación de esos restos.
La disposición aleatoria de los cuerpos y la posición en que fueron encontrados permite suponer que los mismos fueron arrojados desde el borde de la fosa, sin ningún cuidado, consideración ni otro criterio que el de una inhumación expeditiva de cadáveres. Los cuerpos fueron enterrados en su mayoría sin ropa ni efectos personales y gran parte de los mismos estaban en avanzado estado de descomposición al momento de la inhumación.
Para el mes de mayo de ese año ya sumaban 94 los cadáveres encontrados en esa fosa (3). Uno de los elementos que hacen singular esta excavación, además de la cantidad de cadáveres que se han encontrado, es que las posibilidades de identificación de los restos son más altas que lo común, debido a que la actividad clandestina del gobierno provincial durante los primeros años de la dictadura fue registrada con bastante cuidado y esos registros han sobrevivido.
La primera identificación
El primero de los esqueletos identificados en la fosa señalado como: nivel 6 piso II con el nº 77 se encontró en posición decúbito ventral, con una chapita metálica asociada a su muñeca con el número 160 y un proyectil asociado a su vértebra cervical Nº 5.
Gracias a los registros de la morgue judicial surge que la chapa 160 corresponde a un cadáver NN masculino ingresado con fecha 26/03/1976 a las 11:15 hs constando como causa de muerte: “enfrentamiento”.
Era éste uno de aquellos cuerpos trasladados por los móviles del Ministerio de Bienestar Social y llevados al cementerio de San Vicente aquella noche conocida como “Operación San Vicente”.
El EAAF realizó una presunción de identidad y solicitó a la posible madre (Sara Solarz de Osatinsky) una muestra de hisopado bucal y sangre a los fines de realizar los exámenes de enfrentamiento genético con la información obtenida del esqueleto en cuestión. El resultado de los exámenes genéticos fue positivo (99.999%). Era ésta la primera identificación de un detenido-desaparecido enterrado en una fosa común.
Un cadáver enterrado ilegalmente recobraba su identidad y su historia: Mario Osatinsky, 18 años, asesinado el día 26 de marzo de 1976 por un comando perteneciente al III Cuerpo del Ejército (10).
San Vicente, 27 años después ponía nombre y apellido a una de sus víctimas.
Durante el año 2003, también se identificaron otros 3 cuerpos: Liliana Sofía Barrios, Horacio Miguel Pietragalla y Gustavo Gabriel Olmedo. Según informes recientes, otros cadáveres N.N han recuperado su nombre e historia: Hilda Flora Palacios (2004); Graciela Haydee Torres, Hugo Estanislao Ochoa, Alejandro Alvarez, Rafael Grimald, Carlos Antonio Cafferata, Miguel Ángel Olmos (2005); Guillermo Daniel Bartoli, Juan Eduardo Jensen, Pablo Daniel Ortman (2007) y Juan Carlos Suarez (2008) (5).
Hasta el día de hoy los trabajos de excavación continúan y quince familias han recuperado un ser querido, su identidad y su propia historia.
Graciela Haydee Torres; Hilda Flora Palacios; Alejandro Alvarez; Hugo Estanislao Ochoa; Juan Eduardo Jensen.
La búsqueda de uno. La búsqueda de muchos
La historia cronológica, luego del hallazgo de la fosa en el 2003, sigue con el procesamiento al ex general Lucio Benjamín Menéndez en un contexto particular signado por la anulación de las leyes de “Obediencia Debida y Punto Final” dictadas por el Congreso Nacional en agosto del mismo año. La historia sigue con un barrio y una escuela todavía demasiado cerca de la muerte y del silencio. La historia sigue con la satisfacción personal por haber hecho este viaje. Un viaje personal, un viaje de exorcismo de los propios terrores y miedos.
A casi 30 años del gobierno militar me surge una pregunta: ¿Qué puede tener que ver la dictadura con la salud mental, con mi formación como psiquiatra y con mi vida? La sola pregunta me hace sospechar que algo de aquel plan siniestro continua vigente. Que el terrorismo de estado no solo se llevo cuerpos sino también el alma de muchos cuyo pulso milagrosamente sigue latiendo. Este terror dejó una memoria en los cuerpos y en las generaciones. Nada de política. Nada de agrupaciones. Cada cual en su quehacer. A dedicarse a la “ciencia” (11). En nuestro medio hubo más de 100 trabajadores de Salud Mental desaparecidos que siguen funcionando como un implícito terror. No somos inmunes a eso. Nos influye. Nos modela. Es un trabajo silencioso. Como dice un parlamento del torturador en la obra de teatro “El Sr. Galíndez”: “…Vos tenés que pensar que por cada trabajo bien hecho hay mil tipos paralizados de miedo. Nosotros actuamos por irradiación. Este es el gran merito de la técnica” (9)
Meses más tarde de aquel viaje, alguien al escuchar esta historia creyó reconocer el apellido del primer cadáver identificado en la fosa de San Vicente, me refiero a Mario Osatinsky. Esa persona hizo su propio viaje para descubrir dónde, por fin, esta persona había sido enterrada con nombre y apellido en su tierra natal.
Desde otro cementerio, lejano a aquel de San Vicente, esta persona escribió:
“ … A simple vista nada distingue este lugar de otros de su género. Y entre todas las otras, sin nada que indique los innumerables meandros de la historia de un pueblo que fueron necesarios para que él yaciera allí, junto a su padre, finalmente, se encuentra la tumba de un hombre”
– SU DESCANSO ES TAMBIÉN EL NUESTRO –
Así debería rezar su epitafio.
Cementerio Parque de la Paz, Yerba Buena, provincia de Tucumán, julio del 2004”
BIBLIOGRAFÍA
1) Argentine Forensic Anthropology Team. Annual Report 2001. Buenos Aires. New York
2) Argentine Forensic Anthropology Team. Annual Report 2002. Buenos Aires. New York
3) Diario Clarín. 5 de mayo, 2003 / 9 de abril, 2003 / 20 de octubre, 2003.
4) Diario La Voz del Interior. 19 de enero, 2003 / 1 de julio, 2003.
5) Diario Página 12. 22 y 23 de octubre, 2003 / 1, 19 y 20 de agosto, 2009.
6) Molas y Molas, Maria. De un centro clandestino de detención a un espacio para la educación. Historia y singularidad de la Escuela Media Hache. Banco de Tesis de la Facultad de Psicología. Universidad Nacional de Córdoba.
7) Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Editorial Eudeba, sexta edición, Buenos Aires 2003.
8) Olmo D, Salado Puerto M. Una fosa común en el interior de Argentina: el Cementerio de San Vicente. Antropología Forense. Revista del Museo de Antropología 1 (1): 3-12, 2008. Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
9) Pavlovsky, Eduardo. El Sr. Galíndez. Ediciones Búsqueda, Buenos Aires, 1986.
10) Poder Judicial de la Nación. Autos caratulados: “Averiguación de Enterramientos Clandestinos”. Expte. N 9693.
11) Vainer, Alejandro. Memorias para el Futuro 23: el terror y la chispa de la esperanza. Clepios N 35, 2003.
12) www.apm.gov.ar
13) www.BBCmundo.com
14) www.diariohoy.net / 07 de enero; 16 de abril; 06 y 29 de mayo; 02, 26 y 28 de agosto; 02 y 31 de julio; 21 de octubre. 2003.
15) www.EAAF.org
16) www.lafogata.com
17) www.lmcordoba.com.ar
18) www.telenoche.com.ar